Mostrando entradas con la etiqueta microrelato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta microrelato. Mostrar todas las entradas

Marcus Lulius Octavianus Magno

 



La naturaleza, ya lo decía Baloo en El libro de la selva “Más vital, no más, mamá naturaleza te lo da”, otorga.

Pero cuando los humanos se alejan de esa concesión comienza la necesidad y dependencia del dinero. Dinero para comer, dinero para vestir, dinero para una casa y, sin apreciarlo, se difumina la delgada línea entre lo estrictamente necesario y… la ambición.

Marcus Lulius Octavianus Magno, lo había logrado, el éxito social, me refiero. De una familia humilde había sido capaz de destacar en una carrera militar que le llevó a ser respetado como político. Pero siempre hubo una batalla más épica por ganar, un objetivo político mas elevado por alcanzar, una posición social mas admirable que conquistar, nunca fue suficiente. Entre la inercia de lo que se esperaba de él, o lo que él mismo se exigía, las expectativas de su familia, lo que era socialmente aplaudido y la obsesión por huir de su modesto nacimiento, llegó a escalar puestos y a ganar dinero, incluso más de lo que él habría concebido en una primera juventud.

Sin embargo ¿Qué había de sus sentimientos, de sus íntimos anhelos? ¿Dónde quedaba la contemplación del basto mar arrullado por su sonido envolvente de olas susurrantes llamándole por su nombre para que volviera a casa? Porque a solas, en la playa, reconocía un hogar que no descansaba sobre tierra firme.

El éxito y el dinero reconfortaban, pero a un nivel superficial, un leve tacto sobre la piel, una ligera brisa acariciando apenas el vello, unas llamas frías que no calentaban. Y cuanto más actuaba ese papel que él mismo había creado y decidido, más gélidas eran las noches, más pétreo el roce.

Hasta que llegó un momento en el que se hizo difícil respirar, moverse, mantener la compostura. Ya no había alegría en los logros, ni entusiasmo en las victorias, los manjares dejaron de ser exquisitos, porque algo profundo e íntimo clamaba por salir a la superficie, por ser escuchado.

Pero si Marcus atendía esa desazón significaría el fin de su vida actual, fría, asfixiante, pero segura, cómoda y conocida. El miedo, la duda, el conflicto interno le cogían de la mano ¿Mantenerse o virar? Tal vez ya era demasiado tarde, una grieta en una presa que sería tarde o temprano avalancha. Y entonces el caos, la desorientación ¿Sería capaz de salir airoso? El estatu quo era caduco y después… el abismo, la caída libre, el salto al vacío ¿Hacia dónde? A casa ¿Qué casa? ¿Quién era? No lo sabía. Sólo sentía que no era eso, lo que ya le resultaba suficientemente devastador.


Héroes y villanos. Reto de mayo de Trucos de Pluma


 Se sentía prisionera de su trabajo, ahogada en un naufragio del que no conseguía escapar. Necesitaba alejarse. Se iría a la casa de campo, superaría su miedo a las noches aislada en aquella casa solitaria.

 

Había el tráfico perfecto para hacer amena la conducción. A la hora de viaje notó que en ese baile coreografiado un coche permanecía constante. Era un BMW Serie 1 gris, recién sacado del concesionario. Inés forzó que le adelantara para poder fijarse. Un solo ocupante, moreno, pelo corto, aproximadamente de su edad, no consiguió verle la cara, sus ojos en el espejo retrovisor la miraban sonrientes. Entonces él aminoró la marcha y ella, manteniendo la velocidad, le adelantó. Era guapo, ligeramente más joven que ella. La sonrió al pasar.

 

Se sintió halagada pero alerta. Miró la batería del móvil 87% de carga, suficiente para cualquier emergencia. Lo más sensato sería deshacerse de él, demasiado loco suelto por ahí.

 

De nuevo cambió la velocidad para que él adelantara, una vez detrás se salió en una vía de servicio sin permitir al BMW tiempo para reaccionar. Esperó unos quince minutos y reanudó la marcha.

 

Al rato vio por el espejo retrovisor tres coches que se acercaban velozmente. Qué imprudentes, pensó. El primero la rebasó, pero algo llamó su atención, frenó y se posicionó delante de ella. A su lado, el segundo coche se quedó custodiándola y el tercero, colocado detrás, la acosaba amenazadoramente. Joder, estos sí que están perturbados y no el del BMW. ¿Qué querrían de ella, atemorizarla, provocarle un accidente, violarla? Su pulso se aceleró, su estómago se cerró y las manos comenzaron a sudarle. Calma, se dijo, veamos qué pasa.

 

De pronto apareció el BMW gris. Se puso detrás del que estaba a la izquierda de Inés y empezó a darle toquecitos por detrás. El conductor se puso frenético, aminoró para encargarse del incordio. Ella al ver hueco aprovechó para adelantar y aceleró a fondo. Los tres coches se quedaron con el BMW. Inés aliviada y agradecida se preocupó por su salvador. El potencial friki se acababa de convertir en su ídolo. Al llegar a su salida dejó la nacional. 

 

Era de noche cuando llegó a la casa, nadie alrededor, solo el sonido de la naturaleza viva. De madrugada, escuchó acercarse un coche. Qué raro, pensó. Se asomó al ventanal del salón y vio el BMW Serie 1 gris. El conductor la miraba sonriente.

La procesión del silencio


 Conduzco por la carretera mi querido Golf de 20 años, al que adoro y que me invita a abrir las ventanillas porque el aire acondicionado pasó a mejor vida. Vida de la que podría regresar con un peaje de unos 1000€, más que el valor económico del propio coche, que no el sentimental, por supuesto.

 

Hay mucho tráfico, un collar abierto con cuentas de camiones en hilera infinita.

Adelanto uno cuya carga es una máquina excavadora y oigo sus cadenas.

Algo sutil, fugaz se despierta en mí, efímero y lejano. Cadenas. Un sonido que me transporta brevemente.

 

Mi atención vuelve a la carretera, a ese Mercedes prepotente que se ha acercado vertiginosamente y amenaza con darme un amargo beso si no termino mi adelantamiento sometiéndome a su imperativo estrés.

 

Más camiones y más abusones pulverizando límites, proyectando su furia interna, un ego alienado sobre los que o no tienen tal desazón o se desahogan en otros entornos.

 

Respiro, ahora no hay “fitipaldis” en la costa, otro camión que adelantar. Y de nuevo ese sonido, cadenas. Ahora el viaje se prolonga.

 

Semana Santa, 20 años atrás, un pueblo de La Mancha. Una de la madrugada. La procesión del silencio o tal vez la procesión de las cadenas.

 

El respeto mudo cubría la noche únicamente interrumpido por el sonido de las culpas arrastrándose. Cadenas de tractor asidas a tozudos tobillos. Penas, cargas del alma, íntimo sufrimiento expuesto sin mostrarse.

 

¿Quiénes eran aquellos torturados espíritus? ¿Cuáles eran esas faltas dignas de tal castigo?

 

Padecimiento en estado puro fundiendo metalúrgicamente remordimiento y dolor. La calle abarrotada pero sólo se oían las cadenas avanzando en su cruel penitencia. Éramos absortos testigos de la herida humana, morbosos espectadores del anónimo sufrimiento ajeno.

 

Sigo pensando que aquellos merecedores de tal tormento jamás habrían mostrado ese arrepentimiento que se doblegaba delante de mí, ni el más mínimo interés por limpiar su alma, ni la culpa por ser causa del sufrimiento ajeno.

 

Tal vez me equivoque, pero creo que las cargas de esos corazones no igualaban al tamaño de las cadenas a las que se rendían. Que, si tal hubiera sido el pecado, esas oscuras entrañas nunca habrían tolerado la sumisión al acero rasgando su expuesta y frágil piel. Mostrando con su resistencia un patológico superego.

 

Pero hoy estoy aquí, en la carretera y hace sol y me siento agradecida porque, aunque mi mente me juegue a veces malas pasadas, hasta ahora no he sentido merecer semejante sufrimiento.

¿Será, tal vez que es mi alma tan oscura como el silencio nocturno y por tanto impasible ante el daño perpetrado?

La cueva


 

Marta confiaba ciegamente en las habilidades de Íñigo dentro de la cueva, pero estas no sirvieron para nada ante el escenario que contemplaban.

 

Habían llegado al final de la gruta, no se podía avanzar más, pero lo que encontraron no fue solamente agua y roca. En las entrañas de la caverna había dos cadáveres, una pareja de buzos. Sólo quedaban los esqueletos. Una estalactita les había atravesado a los dos, fijando un último abrazo y causándoles una muerte instantánea. Sorprendentemente sus equipos permanecían intactos, listos para ser utilizados de inmediato.

 

Tanto Íñigo como Marta desearon salir de allí inmediatamente, sentir el sol de nuevo en la piel y volver a respirar aire fresco. Comenzaron a deshacer sus pasos para alcanzar la salida con premura.

 

Ya divisaban el exterior. Se oía el canto de los pájaros, resplandecía el verdor de la vegetación y los cálidos rayos de sol acariciando la tarde. La luminosidad que se adentraba creaba un ambiente acogedor. El aire era más limpio y ligero. 

 

Escucharon un ruido terrorífico, un estremecedor crujido que provenía del núcleo de la tierra y les envolvía amenazadoramente, en ese momento todo a su alrededor empezó a temblar. El pulso de Marta se aceleró e instintivamente se estrechó contra Íñigo, lo que le recordó el macabro abrazo de los submarinistas.

 

Justo a tiempo, Íñigo la cogió en volandas y la retiró del lugar exacto dónde acababa de clavarse una afilada estalactita. Sus miradas se dirigieron al techo para descubrir un campo sembrado de amenazantes lanzas calcáreas cual siniestra cama de faquir. En ese panorama espeluznante, era evidente el destino de aquellas picas asesinas que en siniestra caída se clavaban con perversa y perfecta agudeza. Automáticamente buscaron la aparente seguridad de la deslizante pared. Sin embargo, entre la lluvia de estalactitas una clavó la ropa de Íñigo, haciéndoles caer, tironearon desesperadamente sin éxito. Otra de las lanzas amenazó a Marta, quien con un inverosímil giro acrobático evitó el aplastamiento y la proyectó hacia la de Íñigo liberándole. La pared, a escasos metros, se tornaba inalcanzable bajo aquel bombardeo.

 

Una vez que el ruido se silenció y la tierra dejó de agitarse, observaron que la salida de la cueva había quedado firmemente sellada por una gigantesca estalactita que había sucumbido a la fuerza de la gravedad.

 

La resuelta mente de Íñigo, junto con una buena dosis de adrenalina, se dio cuenta de que había otra salida, por donde habían entrado los malogrados buzos. Sin más dilación se volvieron a dirigir al corazón de la cueva. Permanecer allí dentro era un peligro mortal.

 

A mitad de camino, las linternas se quedaron sin pilas. De primeras intentaron avanzar a oscuras, para no desperdiciar recursos, pero las paredes de la gruta, repugnantemente escurridizas, semejaban una repelente mezcla entre baba y moco que resbalaba precipitando directamente al abismo. La viscosidad lamía el suelo provocando el riesgo de morir empalado. Avanzar con el miedo a los arpones les hacía percibir la pared engañosamente amable, pero esta les repudiaba al menor contacto. Marta resbaló una vez, otra perdió el equilibrio y en esa reciente oscuridad empezó a sentir un desasosiego infinito. Tenía que cortar aquella demente espiral si quería permanecer cuerda, encendió la luz de su móvil.

 

Por fin llegaron a la trágica escena. Cuando Íñigo fue a coger las bombonas, les atacaron unos enormes murciélagos hiriéndoles en la cara con garras y colmillos. En contra de todos sus instintos, y sintiendo los embistes como profundos cuchillos, Marta rebuscó entre las pertenencias de los desgraciados. Mientras, Íñigo la defendía ondeando su chaqueta y protegiéndose los ojos, objetivo inequívoco de aquellas bestias, Marta encontró una bengala. Íñigo la encendió espantando a los mamíferos.

 

Cogieron los equipos espoleados por el comienzo de otro gemido terrestre. Aquel sonido taladraba sus tímpanos, destrozándoles los nervios. Sus aterradas manos no atinaban con las correas y las gomas se les escurrían de los dedos. Con la muerte jugando a la ruleta rusa, a duras penas pudieron ceñirse los equipos y se adentraron en el agua que también recibía disparos. 

 

Consiguieron salir de la cueva esquivando los punzantes proyectiles que atravesaban el agua en su caída libre y alcanzaron la superficie fuera de la roca. El mar se mecía en un suave arrullo. El sol calentaba con la caricia delicada de una madre a su bebe, tierna, cálida. El murmullo de las olas y el sonido de los pájaros eran un canto a la vida.

Dulceamor y el amor de su vida del mes de mayo



 

Romualdo I, rey de Satislandia, estaba entusiasmado, le flipaban las celebraciones en general y las bodas en particular porque estas eran alegres, divertidas y se servía más comida que en otros eventos.

 

Para su hijo Sixto VI, al que el sentido del humor de su padre para ponerle nombre nunca le había hecho ni puñetera gracia, la boda en el reino vecino significaba salir de la rutina.

 

Dulceamor era la mejor cocinera de la comarca y por eso la habían contratado para la ocasión. Lo que la gente no sabía es que era una romántica empedernida que engullía con verdadera gula novelas de amor y, lo que era más curioso, los guisos de Dulceamor resultaban verdaderamente deliciosos cuando la autora se sentía perdidamente enamorada. Una boda era lo más romántico del mundo para ella.

 

Lady Halcón era fiel a su amo, le tenía verdadera adoración desde que Sixto VI la había salvado de una cacería. Ella haría cualquier cosa por el bienestar de Sixto, incluso, había desarrollado la capacidad de comunicarse con él.

 

Dulceamor estaba regateando con un mercader para llevarse las mejores viandas cuando vio llegar al castillo a Sixto VI. Todos los galanes de las miles de novelas románticas que había devorado quedaban representados en ese príncipe. No cabía duda, Dulceamor estaba enamorada hasta el tuétano. Hablando de tuétano, se le acababa de ocurrir un condimento que quedaría exquisito con lo que había sacado al mercader.

 

El banquete fue más que un éxito.

 

Romualdo I tuvo una revelación, haría todo lo que estuviera en su mano por conseguir que aquel talento cocinara para él a diario. En un periquete estaba en las cocinas negociando con Dulceamor su oferta. Esta había reconocido al progenitor del amor de su vida del mes de mayo y vio su oportunidad cuando el rey le expuso su deseo. Cocinaria para Romualdo I sólo si este le concedía la mano de su hijo Sixto VI. Romualdo I, deleitado, empezó a preparar la boda.

 

A Lady Halcón casi le da un parreque cuando oyó lo que se cocía entre aquellos fogones. Se giró tan rápido que casi se come a una de las cientos de palomas que llegaban sin descanso con felicitaciones para los desposados.

 

Cuando Sixto VI se enteró de la gracieta montó en cólera. Una cosa era que su padre le manejara cual marioneta para asuntos menores y otra muy distinta que le comprometiera con una mujer a la que ni siquiera conocía, sólo por dar satisfacción a su buche.

 

Lady Halcón y Sixto VI salieron zumbando como alma que lleva el diablo con intenciones de no volver, al menos, hasta que a su padre se le hubiera quitado el apetito por alguna extraña razón, lo que databa la fecha de regreso poco menos que nunca.

 

Dulceamor encontró el amor de su vida del mes de junio entre uno de los socorristas que vigilaban la charca del reino, donde ella cocinaba para la nobleza durante la época estival.

Tu peor enemigo



 

“Has cometido el peor pecado, eres una aberración que merece ser engullida por la naturaleza.”

 

La enredadera que cubría la fachada de la casa de verano siempre me había parecido siniestra. Pensaba que era por los insectos que pudiera albergar, pero no, reconocía algo desagradablemente familiar en ella, mi propia perversidad.

 

Me desperté y algo sujetaba mis muñecas y tobillos. Con dificultad conseguí levantar la cabeza y vi cómo la enredadera me oprimía las extremidades, crecía lentamente sobre mí. Mi pulso se aceleró angustiada por la inmovilización.

 

Mi retorcida mente dominaba la planta que me atacaba con un odio y un rencor que me hacían sentir que no era digna de la vida, que lo mejor era que desapareciera de este mundo. Nadie me quería porque yo era despreciable, un deshecho y, por encima de todas las cosas, era culpable. 

 

La trepadora alcanzó mi cuello y mi frente a la vez, lo que me obligó a mirar hacia el techo. Había un reloj en la pared, pero se movía con agónica lentitud. “Si mamá entrara en la habitación… Mamá no quiere verte, te odia. Jamás te perdonará lo que has hecho. Mereces morir. ¡Pero no quiero!” Intenté moverme y la presión se hizo más fuerte. “Muy bien, tu lucha me empodera. Me alimento de tu pánico y tu patética desesperación.” Sí, era cierto, me lo merecía y aunque el abrazo se relajó ante la aceptación, la rama que había en mi cuello creció, impidiéndome la entrada de aire porque yo sabía que era la causante del mal. ¿Es que iba a morir así, asfixiada? Como cuando te has hundido demasiado en el mar y tus pulmones duelen, pero aún estás lejos de la superficie, no puedes respirar y agonizando te preguntas si llegarás a tiempo. Ahora no había superficie que alcanzar. Las lágrimas mojaron mis mejillas, no quería morir, pero no debía existir, era cruelmente letal, me merecía la ejecución. Se me nubló la vista.

El bombero


 Había humo por toda la casa. La cocina era vieja y estaba sucia. En la encimera se acumulaban botellas de alcohol y botes de cerveza. La pila estaba llena de cacharros sucios de una década anterior. Ceniceros repletos vomitaban colillas que se extendían sobre cualquier cosa que pudiera contenerlas. El fuego no estaba allí.

 

En el salón, una mugrienta sábana intentaba cubrir la traslúcida ventana. Un sofá con manchas y marcas indescriptibles yacía frente a un televisor prehistórico que estaba encendido. Al lado, la carátula de una cinta VHS de una película porno estaba abierta y vacía, le hacían compañía un montón de ejemplares similares desgastadas por el uso. Más botellas de alcohol y más colillas dispersas por doquier. En una abarrotada mesa de café, entre los restos de comida rápida y latas de cerveza había un bote volcado con pastillas esparcidas sin control. Una alarmante chaqueta rosa de niña chocaba con el resto del escenario. En el suelo, cual plantación agrícola, había pañuelos de papel sucios, ropa hedionda, más restos de bebidas alcohólicas y desperdicios de comida.

 

En uno de los dormitorios, atada, permanecía la dueña de la prenda.

- ¿Estás bien?

- Quiero irme con mi mamá

- Vámonos ¿Cómo te llamas?

- Marta. 

- Hola Marta, ahora estás a salvo, me llamo Juan, soy bombero y te voy a llevar ahora mismo con tu mamá. ¿Te ha hecho daño? ¿Te duele algo?

- No. 

 

Al fondo del pasillo, en el umbral del baño había un cuerpo en el suelo, el fuego provenía de una colilla que había incendiado la inmunda moqueta salpicada de quemaduras que no habían llegado tan lejos hasta entonces. Las llamas se extendían hacía otra habitación y de ahí a los pisos superiores.

 

- ¿Está muerto?

- No

- Tengo miedo, quiero irme a casa.

- Tranquila, Marta. Te prometo que jamás volverá a hacerte daño. Vamos con tu mamá. ¿Dónde vives?

Lo que no sabíamos de Parque Jurásico. Reto de febrero de Trucos de Pluma


 "El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Es cierto que Parque Jurásico era una invención, pero todos sabemos que la realidad siempre supera a la ficción. 

Un siglo después de la primera película, la ciencia avanzó los suficiente como para ser capaces de clonar animales prehistóricos. Nuestra osadía fue más allá, conscientes de que el tamaño de estos seres sería un problema, nos permitimos el lujo de alterar sus dimensiones. Yo misma, de niña, tuve primero un pterodáctilo y cuando ya fui algo mayor, mi propio mamut enano, me llegaba a la cintura. Michael lo llamé en honor al autor de la novela en la que se basó la película. Un Julio Verne del siglo XX.

Pero al hombre siempre le ha gustado jugar a ser Dios lo que le ha llevado, nos ha llevado, a la devastación.

Al principio sólo fueron pequeños laboratorios clandestinos y contrabando de especies prohibidas para la clonación. Sin embargo, la ambición y el ego desmesurado nos ha condenado a la extinción.

Igual que se hicieron las especies más pequeñas, se crearon, fuera del control de las autoridades, animales de dimensiones mastodónticas. Y así se podían encontrar libélulas del tamaño de un autobús y triceratops grandes como un trasatlántico.

Por increíble que parezca, ningún gobierno fue capaz de reaccionar a tiempo y nuestras ciudades y centros urbanos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Ni que decir tiene que los ecosistemas quedaron irreparablemente dañados y ahora mismo escasea el alimento para cualquier ser vivo. Los carnívoros son los que todavía se alimentan, pero ya con dificultad.

Creo que los humanos siempre fuimos conscientes de que seríamos nuestro propio verdugo, pero nos gustaba pensar que eso pasaría más adelante, a los hijos de los hijos de nuestros tataranietos. 

Aquí me despido, no creo que sobreviva un día más."

Escrito encontrado en el tercer planeta desde la estrella amarilla.


*Imagen publicada por Juan Ranchal en el artículo "Jupiter fue responsable del asteroide que exterminó a los dinosaurios" en muycomputer.com

El libro

 




Era la primera vez que iba a esa biblioteca. Era antigua, oscura y sepulcralmente silenciosa.

 

Estaba vacía, salvo por un atractivo chico que estaba absorto en la lectura de un antiguo libro.

 

Estudié durante horas, las mismas que el chico permaneció completamente inmóvil. De repente pareció que cobraba vida, volvía a habitar su cuerpo.

 

Levantó la vista y me dedicó una extraña sonrisa. Cerró el libro, lo dejó en una estantería.

 

Intenté volver a concentrarme, pero ahora estaba incómoda. Me sentía observada. Oí mi nombre susurrado, más intrigada que asustada me dirigí hacia el origen del sonido.

Descubrí que procedía del libro que acababa de dejar aquel chico.

 

Una sirena de alarma sonó en mi cabeza, pero la ignoré. La curiosidad era más fuerte que la prudencia.

 

Cogí el libro. Aparté el manual con un microscopio en la portada.

El misterioso tomo se abrió solo.

 

Empecé a leer y ante mí apareció un volcán apaciblemente humeante. Pero lo que verdaderamente llamó mi atención era el diplodocus que había a unos quinientos metros de mí, pastando apacible las hojas de unos altísimos árboles.

 

Oí pasos y me giré para ver a un troglodita acercándose afablemente. Me dijo que para volver debía morir. Yo tenía mil preguntas, pero él ya había declamado su guion y me ignoró. 

 

Decidí que, para ser mi primera vez, un volcán era lo más poético para morir.

 

No sentí nada.

 

Aparecí ante una puerta que mostraba un cartel de prohibido el paso. Me llamaron por mi nombre desde el otro lado así que la atravesé. El troglodita, ahora científico, me volvió a recibir amablemente. Observé mi entorno y vi un cohete despegar, el troglodita científico me explicó que era la lanzadera de las 12h que iba a Marte. No era esa la información que yo necesitaba. Como si me hubiera leído la mente me dijo que mi sitio era el Medievo y que la primera vez siempre había desajustes. Sin más sacó una pistola propia de Star Wars y me mató.

 

Tampoco sentí nada.

 

Esta vez, estaba en medio de una batalla. A mi alrededor se desarrollaba una sangrienta lucha a cuerpo entre humanos envueltos en mallas metálicas y armaduras. 

 

Antes de que pudiera reaccionar vi a alguien corriendo y gritando salvajemente hacía mí, con una lanza apuntándome al pecho. Otro guerrero le interceptó transversalmente. Mi salvador se giró y me sonrió, era el chico de la biblioteca. “Mucho ha tardado su majestad, empezábamos a necesitarla” Y sólo entonces me di cuenta de que llevaba una maza de la mano he iba vestida para combatir.

 

 Y todo encajó, de pronto sabía quién era, por qué luchábamos, y cómo utilizar aquella mortal maza. Pero sobre todo sabía quién era aquel chico y lo que su presencia atizaba en mi interior.

 

Luchamos más allá de lo que la razón podría concebir y ganamos ¡Ganamos! Me levantaron a hombros para vitorear a su reina guerrera y sin que nadie pudiera impedirlo, una flecha lanzada por un moribundo alcanzó mi pecho desgarrándome la aorta. Me quedaban segundos de vida, no sentía dolor. Él me miraba sonriendo y yo le devolví la sonrisa, era feliz.

 

Y de nuevo, estaba en aquella oscura biblioteca. Y él sentado ante mí, sonriéndome. – Gracias – me dijo – Nos vemos en los libros. Y se marchó.

El talento de Pati

 





La calle se veía gris. Una fina lluvia mate amargaba la cara de acelga de los que se veían obligados a ignorarla.

Algo captó la atención de Medoly. La musa de la música era ciega y sólo era capaz de ver a través de las ondas sonoras y vio, primero un tenue brillo, luego un resplandor y a continuación un arcoíris. Las imágenes más bellas y brillantes danzaban armoniosamente ante sus ojos. Nunca había experimentado nada parecido.

 

¿Quién era el autor de aquella maravilla? Una esmirriada chica tocaba en la acera un viejo y ruinoso violín. Y a pesar de que la canción era conocida y el instrumento se encontraba al borde del desahucio, la talentosa violinista era capaz de emocionar con su interpretación.

 

Medoly se acercó bajo la apariencia de una señora caritativa y le dio a la muchacha la dirección de un prestigioso violinista para que la instruyera, junto con dinero para una lección.

 

Pati, agradecida, cogió el papel y el dinero que le tendía la extravagante señora y sin perder un segundo se dirigió a las señas escritas en la nota.

 

La prisa levantaba la negra capa con la que Pati cubría la pobreza de su ropa y, a veces, cuando estaba más inspirada, también ocultaba sus hermosas facciones con ella.

 

El afamado maestro no pudo ser más desagradable con aquella chica, alta para su edad. Aunque el profesor se detuvo a oírla tocar y reconoció el sorprendente talento, rechazó darle clases de manera gratuita.

 

Dos mujeres observaban la escena. A la esposa del maestro se le encogió el corazón con la respuesta de su marido. Y Medoly, que enfureció de inmediato, proyectó toda su ira sobre el avaro músico.

 

El castigo consistió en convertir al instructor en un enorme, feo y verde dragón que permanecería condenado a vigilar el tesoro que Medoly poseía en las mazmorras del castillo donde vivía, ya que el muy ruin había demostrado tan desastrosamente su vil preferencia a las riquezas materiales frente al talento musical.

 

La única manera de deshacer el hechizo sería que un bendecido con el don de la música tocara una melodía. El violín que fuera capaz de primero, dormir al dragón y después, alcanzar su corazón hasta que este volviera a vibrar de nuevo con la música por encima del dinero, anularía la maldición.

 

Berta, la mujer del desgraciado, no se quedó parada, inmediatamente pidió a Pati que la enseñara a tocar el violín. Siempre había sido sensible a la música, por eso se casó con el violinista. Ahora se vería si además tenía talento.

 

Pati y Berta tocaron y tocaron, estudiaron, estudiaron y volvieron a tocar hasta que les salieron ampollas en los dedos y el característico callo del cuello.

 

Un día, Pati le dijo a Berta que ya no había más que ella le pudiera enseñar. Así que ambas se dirigieron a la mazmorra donde el egoísta penaba por su pecado.

 

Para poder acercarse, Berta empezó a tocar mientras bajaban las angostas escaleras, cuando llegaron a donde estaba el dragón lo encontraron profundamente dormido, dejando reposar su partida lengua rosa perezosamente sobre las incontables y resplandecientes monedas, doradas como el reflejo del sol en un luminoso día de verano, y en las sombras que se creaban al unirse las montañas del valioso metal, se proyectaban destellos rojizos, dándole un aspecto agradable y acogedor, como un dormitorio preparado para cobijar el sueño nocturno. La construcción era tosca, de piedras rectangulares e irregulares entre ellas, formando arcos que amplificaban una acústica digna de una hermosa catedral. El lugar estaba únicamente iluminado por las brillantes monedas con la impresión de haber querido crear una sensación desapacible a propósito por la falta de alumbrado, pero habiendo fracasado finalmente en el empeño, puesto que no resultaba siniestro en absoluto. Berta tocó durante horas sin que nada ocurriese, entonces Pati, llevada por la música de Berta empezó a tocar.

 Berta observaba a Pati tocar con su capa escondiendo parte de su rostro, visiblemente envuelta en un hipnótico trance. Y la música que tocaba acariciaba los oídos y las entrañas, en una perfecta mezcla de emoción entre un antiguo y reconfortante recuerdo de la niñez y la estimulante vivencia del reencuentro. Y lo notó, Berta notó que algo cambiaba, en ella, en el aire y en el ser que emitía notas musicales encerradas en pequeñas burbujas a través de su nariz, convertido en una enorme bestia, coronada por una cresta de placas, como colmillos de animal en forma de hilera, a lo largo de todo el lomo.

 

Y el dragón dejó de ser dragón y Pati dejó de ser pobre y Berta encontró al amor de su vida en su violín y Medoly pudo volver a ver gracias a Pati.

Entrada destacada

¿Podemos tachar a los grandes filósofos de machistas?

Imagen de  morhamedufmg  en  Pixabay   Ayer, investigando sobre feminismo y artículos feministas, me topé con uno ( El artículo en cuestión ...