Dulceamor y el amor de su vida del mes de mayo



 

Romualdo I, rey de Satislandia, estaba entusiasmado, le flipaban las celebraciones en general y las bodas en particular porque estas eran alegres, divertidas y se servía más comida que en otros eventos.

 

Para su hijo Sixto VI, al que el sentido del humor de su padre para ponerle nombre nunca le había hecho ni puñetera gracia, la boda en el reino vecino significaba salir de la rutina.

 

Dulceamor era la mejor cocinera de la comarca y por eso la habían contratado para la ocasión. Lo que la gente no sabía es que era una romántica empedernida que engullía con verdadera gula novelas de amor y, lo que era más curioso, los guisos de Dulceamor resultaban verdaderamente deliciosos cuando la autora se sentía perdidamente enamorada. Una boda era lo más romántico del mundo para ella.

 

Lady Halcón era fiel a su amo, le tenía verdadera adoración desde que Sixto VI la había salvado de una cacería. Ella haría cualquier cosa por el bienestar de Sixto, incluso, había desarrollado la capacidad de comunicarse con él.

 

Dulceamor estaba regateando con un mercader para llevarse las mejores viandas cuando vio llegar al castillo a Sixto VI. Todos los galanes de las miles de novelas románticas que había devorado quedaban representados en ese príncipe. No cabía duda, Dulceamor estaba enamorada hasta el tuétano. Hablando de tuétano, se le acababa de ocurrir un condimento que quedaría exquisito con lo que había sacado al mercader.

 

El banquete fue más que un éxito.

 

Romualdo I tuvo una revelación, haría todo lo que estuviera en su mano por conseguir que aquel talento cocinara para él a diario. En un periquete estaba en las cocinas negociando con Dulceamor su oferta. Esta había reconocido al progenitor del amor de su vida del mes de mayo y vio su oportunidad cuando el rey le expuso su deseo. Cocinaria para Romualdo I sólo si este le concedía la mano de su hijo Sixto VI. Romualdo I, deleitado, empezó a preparar la boda.

 

A Lady Halcón casi le da un parreque cuando oyó lo que se cocía entre aquellos fogones. Se giró tan rápido que casi se come a una de las cientos de palomas que llegaban sin descanso con felicitaciones para los desposados.

 

Cuando Sixto VI se enteró de la gracieta montó en cólera. Una cosa era que su padre le manejara cual marioneta para asuntos menores y otra muy distinta que le comprometiera con una mujer a la que ni siquiera conocía, sólo por dar satisfacción a su buche.

 

Lady Halcón y Sixto VI salieron zumbando como alma que lleva el diablo con intenciones de no volver, al menos, hasta que a su padre se le hubiera quitado el apetito por alguna extraña razón, lo que databa la fecha de regreso poco menos que nunca.

 

Dulceamor encontró el amor de su vida del mes de junio entre uno de los socorristas que vigilaban la charca del reino, donde ella cocinaba para la nobleza durante la época estival.

Tu peor enemigo



 

“Has cometido el peor pecado, eres una aberración que merece ser engullida por la naturaleza.”

 

La enredadera que cubría la fachada de la casa de verano siempre me había parecido siniestra. Pensaba que era por los insectos que pudiera albergar, pero no, reconocía algo desagradablemente familiar en ella, mi propia perversidad.

 

Me desperté y algo sujetaba mis muñecas y tobillos. Con dificultad conseguí levantar la cabeza y vi cómo la enredadera me oprimía las extremidades, crecía lentamente sobre mí. Mi pulso se aceleró angustiada por la inmovilización.

 

Mi retorcida mente dominaba la planta que me atacaba con un odio y un rencor que me hacían sentir que no era digna de la vida, que lo mejor era que desapareciera de este mundo. Nadie me quería porque yo era despreciable, un deshecho y, por encima de todas las cosas, era culpable. 

 

La trepadora alcanzó mi cuello y mi frente a la vez, lo que me obligó a mirar hacia el techo. Había un reloj en la pared, pero se movía con agónica lentitud. “Si mamá entrara en la habitación… Mamá no quiere verte, te odia. Jamás te perdonará lo que has hecho. Mereces morir. ¡Pero no quiero!” Intenté moverme y la presión se hizo más fuerte. “Muy bien, tu lucha me empodera. Me alimento de tu pánico y tu patética desesperación.” Sí, era cierto, me lo merecía y aunque el abrazo se relajó ante la aceptación, la rama que había en mi cuello creció, impidiéndome la entrada de aire porque yo sabía que era la causante del mal. ¿Es que iba a morir así, asfixiada? Como cuando te has hundido demasiado en el mar y tus pulmones duelen, pero aún estás lejos de la superficie, no puedes respirar y agonizando te preguntas si llegarás a tiempo. Ahora no había superficie que alcanzar. Las lágrimas mojaron mis mejillas, no quería morir, pero no debía existir, era cruelmente letal, me merecía la ejecución. Se me nubló la vista.

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