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La procesión del silencio


 Conduzco por la carretera mi querido Golf de 20 años, al que adoro y que me invita a abrir las ventanillas porque el aire acondicionado pasó a mejor vida. Vida de la que podría regresar con un peaje de unos 1000€, más que el valor económico del propio coche, que no el sentimental, por supuesto.

 

Hay mucho tráfico, un collar abierto con cuentas de camiones en hilera infinita.

Adelanto uno cuya carga es una máquina excavadora y oigo sus cadenas.

Algo sutil, fugaz se despierta en mí, efímero y lejano. Cadenas. Un sonido que me transporta brevemente.

 

Mi atención vuelve a la carretera, a ese Mercedes prepotente que se ha acercado vertiginosamente y amenaza con darme un amargo beso si no termino mi adelantamiento sometiéndome a su imperativo estrés.

 

Más camiones y más abusones pulverizando límites, proyectando su furia interna, un ego alienado sobre los que o no tienen tal desazón o se desahogan en otros entornos.

 

Respiro, ahora no hay “fitipaldis” en la costa, otro camión que adelantar. Y de nuevo ese sonido, cadenas. Ahora el viaje se prolonga.

 

Semana Santa, 20 años atrás, un pueblo de La Mancha. Una de la madrugada. La procesión del silencio o tal vez la procesión de las cadenas.

 

El respeto mudo cubría la noche únicamente interrumpido por el sonido de las culpas arrastrándose. Cadenas de tractor asidas a tozudos tobillos. Penas, cargas del alma, íntimo sufrimiento expuesto sin mostrarse.

 

¿Quiénes eran aquellos torturados espíritus? ¿Cuáles eran esas faltas dignas de tal castigo?

 

Padecimiento en estado puro fundiendo metalúrgicamente remordimiento y dolor. La calle abarrotada pero sólo se oían las cadenas avanzando en su cruel penitencia. Éramos absortos testigos de la herida humana, morbosos espectadores del anónimo sufrimiento ajeno.

 

Sigo pensando que aquellos merecedores de tal tormento jamás habrían mostrado ese arrepentimiento que se doblegaba delante de mí, ni el más mínimo interés por limpiar su alma, ni la culpa por ser causa del sufrimiento ajeno.

 

Tal vez me equivoque, pero creo que las cargas de esos corazones no igualaban al tamaño de las cadenas a las que se rendían. Que, si tal hubiera sido el pecado, esas oscuras entrañas nunca habrían tolerado la sumisión al acero rasgando su expuesta y frágil piel. Mostrando con su resistencia un patológico superego.

 

Pero hoy estoy aquí, en la carretera y hace sol y me siento agradecida porque, aunque mi mente me juegue a veces malas pasadas, hasta ahora no he sentido merecer semejante sufrimiento.

¿Será, tal vez que es mi alma tan oscura como el silencio nocturno y por tanto impasible ante el daño perpetrado?

La cueva


 

Marta confiaba ciegamente en las habilidades de Íñigo dentro de la cueva, pero estas no sirvieron para nada ante el escenario que contemplaban.

 

Habían llegado al final de la gruta, no se podía avanzar más, pero lo que encontraron no fue solamente agua y roca. En las entrañas de la caverna había dos cadáveres, una pareja de buzos. Sólo quedaban los esqueletos. Una estalactita les había atravesado a los dos, fijando un último abrazo y causándoles una muerte instantánea. Sorprendentemente sus equipos permanecían intactos, listos para ser utilizados de inmediato.

 

Tanto Íñigo como Marta desearon salir de allí inmediatamente, sentir el sol de nuevo en la piel y volver a respirar aire fresco. Comenzaron a deshacer sus pasos para alcanzar la salida con premura.

 

Ya divisaban el exterior. Se oía el canto de los pájaros, resplandecía el verdor de la vegetación y los cálidos rayos de sol acariciando la tarde. La luminosidad que se adentraba creaba un ambiente acogedor. El aire era más limpio y ligero. 

 

Escucharon un ruido terrorífico, un estremecedor crujido que provenía del núcleo de la tierra y les envolvía amenazadoramente, en ese momento todo a su alrededor empezó a temblar. El pulso de Marta se aceleró e instintivamente se estrechó contra Íñigo, lo que le recordó el macabro abrazo de los submarinistas.

 

Justo a tiempo, Íñigo la cogió en volandas y la retiró del lugar exacto dónde acababa de clavarse una afilada estalactita. Sus miradas se dirigieron al techo para descubrir un campo sembrado de amenazantes lanzas calcáreas cual siniestra cama de faquir. En ese panorama espeluznante, era evidente el destino de aquellas picas asesinas que en siniestra caída se clavaban con perversa y perfecta agudeza. Automáticamente buscaron la aparente seguridad de la deslizante pared. Sin embargo, entre la lluvia de estalactitas una clavó la ropa de Íñigo, haciéndoles caer, tironearon desesperadamente sin éxito. Otra de las lanzas amenazó a Marta, quien con un inverosímil giro acrobático evitó el aplastamiento y la proyectó hacia la de Íñigo liberándole. La pared, a escasos metros, se tornaba inalcanzable bajo aquel bombardeo.

 

Una vez que el ruido se silenció y la tierra dejó de agitarse, observaron que la salida de la cueva había quedado firmemente sellada por una gigantesca estalactita que había sucumbido a la fuerza de la gravedad.

 

La resuelta mente de Íñigo, junto con una buena dosis de adrenalina, se dio cuenta de que había otra salida, por donde habían entrado los malogrados buzos. Sin más dilación se volvieron a dirigir al corazón de la cueva. Permanecer allí dentro era un peligro mortal.

 

A mitad de camino, las linternas se quedaron sin pilas. De primeras intentaron avanzar a oscuras, para no desperdiciar recursos, pero las paredes de la gruta, repugnantemente escurridizas, semejaban una repelente mezcla entre baba y moco que resbalaba precipitando directamente al abismo. La viscosidad lamía el suelo provocando el riesgo de morir empalado. Avanzar con el miedo a los arpones les hacía percibir la pared engañosamente amable, pero esta les repudiaba al menor contacto. Marta resbaló una vez, otra perdió el equilibrio y en esa reciente oscuridad empezó a sentir un desasosiego infinito. Tenía que cortar aquella demente espiral si quería permanecer cuerda, encendió la luz de su móvil.

 

Por fin llegaron a la trágica escena. Cuando Íñigo fue a coger las bombonas, les atacaron unos enormes murciélagos hiriéndoles en la cara con garras y colmillos. En contra de todos sus instintos, y sintiendo los embistes como profundos cuchillos, Marta rebuscó entre las pertenencias de los desgraciados. Mientras, Íñigo la defendía ondeando su chaqueta y protegiéndose los ojos, objetivo inequívoco de aquellas bestias, Marta encontró una bengala. Íñigo la encendió espantando a los mamíferos.

 

Cogieron los equipos espoleados por el comienzo de otro gemido terrestre. Aquel sonido taladraba sus tímpanos, destrozándoles los nervios. Sus aterradas manos no atinaban con las correas y las gomas se les escurrían de los dedos. Con la muerte jugando a la ruleta rusa, a duras penas pudieron ceñirse los equipos y se adentraron en el agua que también recibía disparos. 

 

Consiguieron salir de la cueva esquivando los punzantes proyectiles que atravesaban el agua en su caída libre y alcanzaron la superficie fuera de la roca. El mar se mecía en un suave arrullo. El sol calentaba con la caricia delicada de una madre a su bebe, tierna, cálida. El murmullo de las olas y el sonido de los pájaros eran un canto a la vida.

Tu peor enemigo



 

“Has cometido el peor pecado, eres una aberración que merece ser engullida por la naturaleza.”

 

La enredadera que cubría la fachada de la casa de verano siempre me había parecido siniestra. Pensaba que era por los insectos que pudiera albergar, pero no, reconocía algo desagradablemente familiar en ella, mi propia perversidad.

 

Me desperté y algo sujetaba mis muñecas y tobillos. Con dificultad conseguí levantar la cabeza y vi cómo la enredadera me oprimía las extremidades, crecía lentamente sobre mí. Mi pulso se aceleró angustiada por la inmovilización.

 

Mi retorcida mente dominaba la planta que me atacaba con un odio y un rencor que me hacían sentir que no era digna de la vida, que lo mejor era que desapareciera de este mundo. Nadie me quería porque yo era despreciable, un deshecho y, por encima de todas las cosas, era culpable. 

 

La trepadora alcanzó mi cuello y mi frente a la vez, lo que me obligó a mirar hacia el techo. Había un reloj en la pared, pero se movía con agónica lentitud. “Si mamá entrara en la habitación… Mamá no quiere verte, te odia. Jamás te perdonará lo que has hecho. Mereces morir. ¡Pero no quiero!” Intenté moverme y la presión se hizo más fuerte. “Muy bien, tu lucha me empodera. Me alimento de tu pánico y tu patética desesperación.” Sí, era cierto, me lo merecía y aunque el abrazo se relajó ante la aceptación, la rama que había en mi cuello creció, impidiéndome la entrada de aire porque yo sabía que era la causante del mal. ¿Es que iba a morir así, asfixiada? Como cuando te has hundido demasiado en el mar y tus pulmones duelen, pero aún estás lejos de la superficie, no puedes respirar y agonizando te preguntas si llegarás a tiempo. Ahora no había superficie que alcanzar. Las lágrimas mojaron mis mejillas, no quería morir, pero no debía existir, era cruelmente letal, me merecía la ejecución. Se me nubló la vista.

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