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Tu peor enemigo



 

“Has cometido el peor pecado, eres una aberración que merece ser engullida por la naturaleza.”

 

La enredadera que cubría la fachada de la casa de verano siempre me había parecido siniestra. Pensaba que era por los insectos que pudiera albergar, pero no, reconocía algo desagradablemente familiar en ella, mi propia perversidad.

 

Me desperté y algo sujetaba mis muñecas y tobillos. Con dificultad conseguí levantar la cabeza y vi cómo la enredadera me oprimía las extremidades, crecía lentamente sobre mí. Mi pulso se aceleró angustiada por la inmovilización.

 

Mi retorcida mente dominaba la planta que me atacaba con un odio y un rencor que me hacían sentir que no era digna de la vida, que lo mejor era que desapareciera de este mundo. Nadie me quería porque yo era despreciable, un deshecho y, por encima de todas las cosas, era culpable. 

 

La trepadora alcanzó mi cuello y mi frente a la vez, lo que me obligó a mirar hacia el techo. Había un reloj en la pared, pero se movía con agónica lentitud. “Si mamá entrara en la habitación… Mamá no quiere verte, te odia. Jamás te perdonará lo que has hecho. Mereces morir. ¡Pero no quiero!” Intenté moverme y la presión se hizo más fuerte. “Muy bien, tu lucha me empodera. Me alimento de tu pánico y tu patética desesperación.” Sí, era cierto, me lo merecía y aunque el abrazo se relajó ante la aceptación, la rama que había en mi cuello creció, impidiéndome la entrada de aire porque yo sabía que era la causante del mal. ¿Es que iba a morir así, asfixiada? Como cuando te has hundido demasiado en el mar y tus pulmones duelen, pero aún estás lejos de la superficie, no puedes respirar y agonizando te preguntas si llegarás a tiempo. Ahora no había superficie que alcanzar. Las lágrimas mojaron mis mejillas, no quería morir, pero no debía existir, era cruelmente letal, me merecía la ejecución. Se me nubló la vista.

El bombero


 Había humo por toda la casa. La cocina era vieja y estaba sucia. En la encimera se acumulaban botellas de alcohol y botes de cerveza. La pila estaba llena de cacharros sucios de una década anterior. Ceniceros repletos vomitaban colillas que se extendían sobre cualquier cosa que pudiera contenerlas. El fuego no estaba allí.

 

En el salón, una mugrienta sábana intentaba cubrir la traslúcida ventana. Un sofá con manchas y marcas indescriptibles yacía frente a un televisor prehistórico que estaba encendido. Al lado, la carátula de una cinta VHS de una película porno estaba abierta y vacía, le hacían compañía un montón de ejemplares similares desgastadas por el uso. Más botellas de alcohol y más colillas dispersas por doquier. En una abarrotada mesa de café, entre los restos de comida rápida y latas de cerveza había un bote volcado con pastillas esparcidas sin control. Una alarmante chaqueta rosa de niña chocaba con el resto del escenario. En el suelo, cual plantación agrícola, había pañuelos de papel sucios, ropa hedionda, más restos de bebidas alcohólicas y desperdicios de comida.

 

En uno de los dormitorios, atada, permanecía la dueña de la prenda.

- ¿Estás bien?

- Quiero irme con mi mamá

- Vámonos ¿Cómo te llamas?

- Marta. 

- Hola Marta, ahora estás a salvo, me llamo Juan, soy bombero y te voy a llevar ahora mismo con tu mamá. ¿Te ha hecho daño? ¿Te duele algo?

- No. 

 

Al fondo del pasillo, en el umbral del baño había un cuerpo en el suelo, el fuego provenía de una colilla que había incendiado la inmunda moqueta salpicada de quemaduras que no habían llegado tan lejos hasta entonces. Las llamas se extendían hacía otra habitación y de ahí a los pisos superiores.

 

- ¿Está muerto?

- No

- Tengo miedo, quiero irme a casa.

- Tranquila, Marta. Te prometo que jamás volverá a hacerte daño. Vamos con tu mamá. ¿Dónde vives?

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