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Marcus Lulius Octavianus Magno

 



La naturaleza, ya lo decía Baloo en El libro de la selva “Más vital, no más, mamá naturaleza te lo da”, otorga.

Pero cuando los humanos se alejan de esa concesión comienza la necesidad y dependencia del dinero. Dinero para comer, dinero para vestir, dinero para una casa y, sin apreciarlo, se difumina la delgada línea entre lo estrictamente necesario y… la ambición.

Marcus Lulius Octavianus Magno, lo había logrado, el éxito social, me refiero. De una familia humilde había sido capaz de destacar en una carrera militar que le llevó a ser respetado como político. Pero siempre hubo una batalla más épica por ganar, un objetivo político mas elevado por alcanzar, una posición social mas admirable que conquistar, nunca fue suficiente. Entre la inercia de lo que se esperaba de él, o lo que él mismo se exigía, las expectativas de su familia, lo que era socialmente aplaudido y la obsesión por huir de su modesto nacimiento, llegó a escalar puestos y a ganar dinero, incluso más de lo que él habría concebido en una primera juventud.

Sin embargo ¿Qué había de sus sentimientos, de sus íntimos anhelos? ¿Dónde quedaba la contemplación del basto mar arrullado por su sonido envolvente de olas susurrantes llamándole por su nombre para que volviera a casa? Porque a solas, en la playa, reconocía un hogar que no descansaba sobre tierra firme.

El éxito y el dinero reconfortaban, pero a un nivel superficial, un leve tacto sobre la piel, una ligera brisa acariciando apenas el vello, unas llamas frías que no calentaban. Y cuanto más actuaba ese papel que él mismo había creado y decidido, más gélidas eran las noches, más pétreo el roce.

Hasta que llegó un momento en el que se hizo difícil respirar, moverse, mantener la compostura. Ya no había alegría en los logros, ni entusiasmo en las victorias, los manjares dejaron de ser exquisitos, porque algo profundo e íntimo clamaba por salir a la superficie, por ser escuchado.

Pero si Marcus atendía esa desazón significaría el fin de su vida actual, fría, asfixiante, pero segura, cómoda y conocida. El miedo, la duda, el conflicto interno le cogían de la mano ¿Mantenerse o virar? Tal vez ya era demasiado tarde, una grieta en una presa que sería tarde o temprano avalancha. Y entonces el caos, la desorientación ¿Sería capaz de salir airoso? El estatu quo era caduco y después… el abismo, la caída libre, el salto al vacío ¿Hacia dónde? A casa ¿Qué casa? ¿Quién era? No lo sabía. Sólo sentía que no era eso, lo que ya le resultaba suficientemente devastador.


Héroes y villanos. Reto de mayo de Trucos de Pluma


 Se sentía prisionera de su trabajo, ahogada en un naufragio del que no conseguía escapar. Necesitaba alejarse. Se iría a la casa de campo, superaría su miedo a las noches aislada en aquella casa solitaria.

 

Había el tráfico perfecto para hacer amena la conducción. A la hora de viaje notó que en ese baile coreografiado un coche permanecía constante. Era un BMW Serie 1 gris, recién sacado del concesionario. Inés forzó que le adelantara para poder fijarse. Un solo ocupante, moreno, pelo corto, aproximadamente de su edad, no consiguió verle la cara, sus ojos en el espejo retrovisor la miraban sonrientes. Entonces él aminoró la marcha y ella, manteniendo la velocidad, le adelantó. Era guapo, ligeramente más joven que ella. La sonrió al pasar.

 

Se sintió halagada pero alerta. Miró la batería del móvil 87% de carga, suficiente para cualquier emergencia. Lo más sensato sería deshacerse de él, demasiado loco suelto por ahí.

 

De nuevo cambió la velocidad para que él adelantara, una vez detrás se salió en una vía de servicio sin permitir al BMW tiempo para reaccionar. Esperó unos quince minutos y reanudó la marcha.

 

Al rato vio por el espejo retrovisor tres coches que se acercaban velozmente. Qué imprudentes, pensó. El primero la rebasó, pero algo llamó su atención, frenó y se posicionó delante de ella. A su lado, el segundo coche se quedó custodiándola y el tercero, colocado detrás, la acosaba amenazadoramente. Joder, estos sí que están perturbados y no el del BMW. ¿Qué querrían de ella, atemorizarla, provocarle un accidente, violarla? Su pulso se aceleró, su estómago se cerró y las manos comenzaron a sudarle. Calma, se dijo, veamos qué pasa.

 

De pronto apareció el BMW gris. Se puso detrás del que estaba a la izquierda de Inés y empezó a darle toquecitos por detrás. El conductor se puso frenético, aminoró para encargarse del incordio. Ella al ver hueco aprovechó para adelantar y aceleró a fondo. Los tres coches se quedaron con el BMW. Inés aliviada y agradecida se preocupó por su salvador. El potencial friki se acababa de convertir en su ídolo. Al llegar a su salida dejó la nacional. 

 

Era de noche cuando llegó a la casa, nadie alrededor, solo el sonido de la naturaleza viva. De madrugada, escuchó acercarse un coche. Qué raro, pensó. Se asomó al ventanal del salón y vio el BMW Serie 1 gris. El conductor la miraba sonriente.

La procesión del silencio


 Conduzco por la carretera mi querido Golf de 20 años, al que adoro y que me invita a abrir las ventanillas porque el aire acondicionado pasó a mejor vida. Vida de la que podría regresar con un peaje de unos 1000€, más que el valor económico del propio coche, que no el sentimental, por supuesto.

 

Hay mucho tráfico, un collar abierto con cuentas de camiones en hilera infinita.

Adelanto uno cuya carga es una máquina excavadora y oigo sus cadenas.

Algo sutil, fugaz se despierta en mí, efímero y lejano. Cadenas. Un sonido que me transporta brevemente.

 

Mi atención vuelve a la carretera, a ese Mercedes prepotente que se ha acercado vertiginosamente y amenaza con darme un amargo beso si no termino mi adelantamiento sometiéndome a su imperativo estrés.

 

Más camiones y más abusones pulverizando límites, proyectando su furia interna, un ego alienado sobre los que o no tienen tal desazón o se desahogan en otros entornos.

 

Respiro, ahora no hay “fitipaldis” en la costa, otro camión que adelantar. Y de nuevo ese sonido, cadenas. Ahora el viaje se prolonga.

 

Semana Santa, 20 años atrás, un pueblo de La Mancha. Una de la madrugada. La procesión del silencio o tal vez la procesión de las cadenas.

 

El respeto mudo cubría la noche únicamente interrumpido por el sonido de las culpas arrastrándose. Cadenas de tractor asidas a tozudos tobillos. Penas, cargas del alma, íntimo sufrimiento expuesto sin mostrarse.

 

¿Quiénes eran aquellos torturados espíritus? ¿Cuáles eran esas faltas dignas de tal castigo?

 

Padecimiento en estado puro fundiendo metalúrgicamente remordimiento y dolor. La calle abarrotada pero sólo se oían las cadenas avanzando en su cruel penitencia. Éramos absortos testigos de la herida humana, morbosos espectadores del anónimo sufrimiento ajeno.

 

Sigo pensando que aquellos merecedores de tal tormento jamás habrían mostrado ese arrepentimiento que se doblegaba delante de mí, ni el más mínimo interés por limpiar su alma, ni la culpa por ser causa del sufrimiento ajeno.

 

Tal vez me equivoque, pero creo que las cargas de esos corazones no igualaban al tamaño de las cadenas a las que se rendían. Que, si tal hubiera sido el pecado, esas oscuras entrañas nunca habrían tolerado la sumisión al acero rasgando su expuesta y frágil piel. Mostrando con su resistencia un patológico superego.

 

Pero hoy estoy aquí, en la carretera y hace sol y me siento agradecida porque, aunque mi mente me juegue a veces malas pasadas, hasta ahora no he sentido merecer semejante sufrimiento.

¿Será, tal vez que es mi alma tan oscura como el silencio nocturno y por tanto impasible ante el daño perpetrado?

La cueva


 

Marta confiaba ciegamente en las habilidades de Íñigo dentro de la cueva, pero estas no sirvieron para nada ante el escenario que contemplaban.

 

Habían llegado al final de la gruta, no se podía avanzar más, pero lo que encontraron no fue solamente agua y roca. En las entrañas de la caverna había dos cadáveres, una pareja de buzos. Sólo quedaban los esqueletos. Una estalactita les había atravesado a los dos, fijando un último abrazo y causándoles una muerte instantánea. Sorprendentemente sus equipos permanecían intactos, listos para ser utilizados de inmediato.

 

Tanto Íñigo como Marta desearon salir de allí inmediatamente, sentir el sol de nuevo en la piel y volver a respirar aire fresco. Comenzaron a deshacer sus pasos para alcanzar la salida con premura.

 

Ya divisaban el exterior. Se oía el canto de los pájaros, resplandecía el verdor de la vegetación y los cálidos rayos de sol acariciando la tarde. La luminosidad que se adentraba creaba un ambiente acogedor. El aire era más limpio y ligero. 

 

Escucharon un ruido terrorífico, un estremecedor crujido que provenía del núcleo de la tierra y les envolvía amenazadoramente, en ese momento todo a su alrededor empezó a temblar. El pulso de Marta se aceleró e instintivamente se estrechó contra Íñigo, lo que le recordó el macabro abrazo de los submarinistas.

 

Justo a tiempo, Íñigo la cogió en volandas y la retiró del lugar exacto dónde acababa de clavarse una afilada estalactita. Sus miradas se dirigieron al techo para descubrir un campo sembrado de amenazantes lanzas calcáreas cual siniestra cama de faquir. En ese panorama espeluznante, era evidente el destino de aquellas picas asesinas que en siniestra caída se clavaban con perversa y perfecta agudeza. Automáticamente buscaron la aparente seguridad de la deslizante pared. Sin embargo, entre la lluvia de estalactitas una clavó la ropa de Íñigo, haciéndoles caer, tironearon desesperadamente sin éxito. Otra de las lanzas amenazó a Marta, quien con un inverosímil giro acrobático evitó el aplastamiento y la proyectó hacia la de Íñigo liberándole. La pared, a escasos metros, se tornaba inalcanzable bajo aquel bombardeo.

 

Una vez que el ruido se silenció y la tierra dejó de agitarse, observaron que la salida de la cueva había quedado firmemente sellada por una gigantesca estalactita que había sucumbido a la fuerza de la gravedad.

 

La resuelta mente de Íñigo, junto con una buena dosis de adrenalina, se dio cuenta de que había otra salida, por donde habían entrado los malogrados buzos. Sin más dilación se volvieron a dirigir al corazón de la cueva. Permanecer allí dentro era un peligro mortal.

 

A mitad de camino, las linternas se quedaron sin pilas. De primeras intentaron avanzar a oscuras, para no desperdiciar recursos, pero las paredes de la gruta, repugnantemente escurridizas, semejaban una repelente mezcla entre baba y moco que resbalaba precipitando directamente al abismo. La viscosidad lamía el suelo provocando el riesgo de morir empalado. Avanzar con el miedo a los arpones les hacía percibir la pared engañosamente amable, pero esta les repudiaba al menor contacto. Marta resbaló una vez, otra perdió el equilibrio y en esa reciente oscuridad empezó a sentir un desasosiego infinito. Tenía que cortar aquella demente espiral si quería permanecer cuerda, encendió la luz de su móvil.

 

Por fin llegaron a la trágica escena. Cuando Íñigo fue a coger las bombonas, les atacaron unos enormes murciélagos hiriéndoles en la cara con garras y colmillos. En contra de todos sus instintos, y sintiendo los embistes como profundos cuchillos, Marta rebuscó entre las pertenencias de los desgraciados. Mientras, Íñigo la defendía ondeando su chaqueta y protegiéndose los ojos, objetivo inequívoco de aquellas bestias, Marta encontró una bengala. Íñigo la encendió espantando a los mamíferos.

 

Cogieron los equipos espoleados por el comienzo de otro gemido terrestre. Aquel sonido taladraba sus tímpanos, destrozándoles los nervios. Sus aterradas manos no atinaban con las correas y las gomas se les escurrían de los dedos. Con la muerte jugando a la ruleta rusa, a duras penas pudieron ceñirse los equipos y se adentraron en el agua que también recibía disparos. 

 

Consiguieron salir de la cueva esquivando los punzantes proyectiles que atravesaban el agua en su caída libre y alcanzaron la superficie fuera de la roca. El mar se mecía en un suave arrullo. El sol calentaba con la caricia delicada de una madre a su bebe, tierna, cálida. El murmullo de las olas y el sonido de los pájaros eran un canto a la vida.

El bombero


 Había humo por toda la casa. La cocina era vieja y estaba sucia. En la encimera se acumulaban botellas de alcohol y botes de cerveza. La pila estaba llena de cacharros sucios de una década anterior. Ceniceros repletos vomitaban colillas que se extendían sobre cualquier cosa que pudiera contenerlas. El fuego no estaba allí.

 

En el salón, una mugrienta sábana intentaba cubrir la traslúcida ventana. Un sofá con manchas y marcas indescriptibles yacía frente a un televisor prehistórico que estaba encendido. Al lado, la carátula de una cinta VHS de una película porno estaba abierta y vacía, le hacían compañía un montón de ejemplares similares desgastadas por el uso. Más botellas de alcohol y más colillas dispersas por doquier. En una abarrotada mesa de café, entre los restos de comida rápida y latas de cerveza había un bote volcado con pastillas esparcidas sin control. Una alarmante chaqueta rosa de niña chocaba con el resto del escenario. En el suelo, cual plantación agrícola, había pañuelos de papel sucios, ropa hedionda, más restos de bebidas alcohólicas y desperdicios de comida.

 

En uno de los dormitorios, atada, permanecía la dueña de la prenda.

- ¿Estás bien?

- Quiero irme con mi mamá

- Vámonos ¿Cómo te llamas?

- Marta. 

- Hola Marta, ahora estás a salvo, me llamo Juan, soy bombero y te voy a llevar ahora mismo con tu mamá. ¿Te ha hecho daño? ¿Te duele algo?

- No. 

 

Al fondo del pasillo, en el umbral del baño había un cuerpo en el suelo, el fuego provenía de una colilla que había incendiado la inmunda moqueta salpicada de quemaduras que no habían llegado tan lejos hasta entonces. Las llamas se extendían hacía otra habitación y de ahí a los pisos superiores.

 

- ¿Está muerto?

- No

- Tengo miedo, quiero irme a casa.

- Tranquila, Marta. Te prometo que jamás volverá a hacerte daño. Vamos con tu mamá. ¿Dónde vives?

Psycho



En la mesa de la entrada, entre las cartas del banco, sólo había publicidad. Ningún espejo colgado y las llaves estaban sujetas en un llavero de Hello Kitty. Las fotos brillaban por su ausencia. Unos zapatos de tacón, de los que tienen una enorme plataforma para resultar más cómodos, estaban tirados en el suelo.

 

En la cocina se podían ver dos tipos de alimentos, frutas y verduras al borde de la putrefacción y bolsas de chocolatinas, patatas fritas y dulces, abiertos sin cuidado, con prisa. En la nevera, sujetas con imanes, había innumerables fotos de esculturales y bellísimas modelos, todas tirando a escuálidas, en poses sugerentes y en infinitas playas de arena blanca y aguas turquesa.

 

En el salón, coronaba el sofá una enorme lámina de un paisaje invernal en el que un hombre se marchaba por un camino que se alejaba. Había varios jarrones con flores, las únicas que no estaban marchitas eran las de plástico. Sobre la pequeña mesa de comedor, que sólo contaba con dos sillas, había revistas de moda, al lado descansaban unas tijeras y fotos recortadas de espectaculares chicas en bikini y algún sonriente modelo con el torso descubierto. A mano, una caja de tisúes listos para enjugar lágrimas y un paquete vacío de Kit-Kat. Junto al televisor había un montón de CDs piratas de películas románticas. Y olvidado en un rincón, un pequeño aparato deportivo del Teletienda, de los que te cambian la vida en veinte días, cogía polvo.

 

La estantería del dormitorio estaba repleta de libros de autoayuda con dos temas, cambia tu vida en días y pierde peso sin esfuerzo. Las paredes estaban empapeladas con mujeres en bañador y cuerpos de infarto. Una faja descansaba en el suelo.

 

- ¡¿Quién eres?! ¡Sal de mi casa o llamo a la policía! ¿Cómo has entrado?

- Cuando viniste a vivir aquí no cambiaste la cerradura de la puerta. Siempre he tenido llaves de tu casa. Soy tu novio. He venido a decirte que eres preciosa. 

- ¡Estás loco! No te conozco. Mi novio llegará en cualquier momento

- Mentira, vives sola, nadie va a venir, estás sola en el mundo y crees que eres fea y que tu cuerpo es gordo. Pero yo te voy a ayudar a que veas la verdad. Eres perfecta. Perfecta para mí.

- ¡Socommmmm!

- ¿Por qué gritas? No grites, he venido a salvarte. Te conozco muy bien, vamos a ser muy felices juntos, ya lo verás.

- mfmfmfmfmdmfmf

- Vale, te dejaré hablar si me prometes no gritar.

- ¡SOCOMMMFMFMFMFMF!

- Muy mal, así no va a ser divertido. ¿Es que no lo ves? He venido a estar contigo, quiero que seas feliz, te voy a hacer feliz. Yo te amo, tal cual eres.

- ¡SOCOMFMFMFMFMMFM!

- MAL, me has hecho enfadar. No será divertido, para mi tampoco. Acabas de firmar tu sentencia de muerte.

 

Los zapatos de novia estaban a los pies de la cama y el vestido blanco a juego con la chica, en una percha. Su cuerpo lucía la lencería propia de la noche de bodas. Una de las medias rodeaba su cuello inerte.

 

- Adiós querida. Pudo ser bonito, pero tú lo quisiste así.

 

 

Cuando Peter conoció a los Yaguard



 Ramón Yaguard

 

Observó al joven que permanecía delante de él y releyó la carta que le había entregado. Indudablemente era la letra de Richard, compañero y testigo de la mayor parte de su vida.

Pero era ventajosamente conveniente que no se pudiera comprobar la autenticidad de la misiva, ya que Richard se recuperaba de una fractura de cadera por caerse de un caballo en algún oasis sin conexión telefónica de Madagascar.

Ramón lo dejó estar, Peter se presentaría a Susan y acordaría con ella la mejor forma de llevar a cabo el reportaje fotográfico de la boda que se celebraría el próximo sábado, cortesía de su padrino Richard.


Frank Reynolds avanzó por la puerta que Peter había dejado abierta al salir.

Ramón reconocía la ambición que él mismo poseía en su futuro yerno.

En cualquier caso, antes de que Frank formara parte de la familia tenía que hacer algo por él.

Una semana después, Ramón se sorprendió cuando Frank le entregó la documentación a la vez que le comunicaba que el asunto estaba resuelto. La vida era irónica, la misma razón que haría que él confiara plenamente en la lealtad de Frank era precisamente la que le hacía rechazarle como yerno, pero ya no había marcha atrás, la boda sería al día siguiente y él tampoco podía decir que tuviera las manos limpias de sangre.

Aquella noche la cena transcurrió sin contratiempos y fue una velada agradable, a pesar del empeño de Susan de invitar a Peter a cenar. A lo mejor el tal Peter no era una amenaza, congeniaba con su hija, tal vez demasiado, pero daba igual, en menos de veinticuatro horas ella sería una mujer casada.

Ignorando el mohín en la cara de la joven, se encendieron los puros y como un guiño hacia Frank, Ramón sacó los documentos y empezó a quemarlos con el puro ceremoniosamente. Los papeles terminaron de arder en la chimenea. Susan estaba pálida, por el humo pensó, Frank tenía un brillo salvaje en los ojos y cuando miró a Peter le pareció percibir algo en su mirada que no supo descifrar. Volvió a mirar a Frank y ambos sonrieron con complicidad.

Al día siguiente los periódicos se hacían eco de la noticia, un joven investigador había aparecido muerto. Ramón suspiró satisfactoriamente, pero el aire se le atascó en la garganta al ver la portada. Era una foto de un informe en el que se explicaba detalladamente cómo fabricar un dispositivo capaz de acumular la energía que los humanos con sus movimientos y acciones, desde caminar, hasta hablar pasando por correr y reír, generaban de manera natural y la podía aplicar a cualquier aparato alimentado con energía eléctrica. Esta tecnología era tan potente que era fácil deducir el inevitable colapso de las compañías energéticas. Sin poder creer lo que veían sus ojos, estos percibieron un detalle en el borde de la imagen. El abrecartas que reposaba en su escritorio se atisbaba en la esquina de la foto delatando al autor de la instantánea.

Frank irrumpió en la habitación de Peter como un ciclón, pero el traidor había desaparecido sin dejar rastro.

 

 

Susan Yaguard

 

Peter llegó una mañana, a una semana de su boda ,como salido de la nada para echar a perder su perfectamente estructurada vida.

Frank era el hombre perfecto, guapo, atlético, listo, elegante y culto. Sólo tenía un defecto, que no estaba segura de que los demás percibieran detrás de esa encantadora sonrisa, Frank era frío como el hielo. Tal vez con ella desplegara todo su atractivo, pero Susan sabía la verdad, lo sentía. Entonces ¿Por qué casarse con él? Porque era lo siguiente que le tocaba hacer en su vida, porque él era lo más interesante que había a su alrededor y por agradar a su padre. Que su prometido tuviera un físico de infarto desde luego, ayudaba.

Se suponía que Peter era el regalo de su padrino Richard, bueno, no él sino el reportaje fotográfico de la boda que Peter realizaría. Su pobre padrino no podría asistir por estar convaleciente de una caída a caballo en uno de esos exóticos lugares dónde le gustaba perderse de vez en cuando.

Peter fue un soplo de aire fresco, la sensibilidad que tenía ante la belleza, esa creatividad exquisita para encuadrar imágenes de ensueño. Ella quería a Frank pero lo que empezó a sentir por Peter era más íntimo, más real, más primitivo. 

Susan percibió que él sentía algo por ella, pero notaba cómo él reprimía y dominaba cada impulso de mirarla o tocarla. Al principio pensó que era profesionalidad, que necesitaba concentrarse, pero pronto se dio cuenta de que la fotografía no era algo que para Peter requiriera esfuerzo, le salía tan natural como respirar.

No, lo que le alejaba de ella era algo más serio, más complejo, más peligroso.

Su interés por la boda descendía a la misma velocidad que sus sentimientos aumentaban por el fotógrafo.

Pero todo este enamoramiento se desvaneció cuando encontró a Peter en el despacho de su padre sacando fotos de unos documentos.

Estaba claro que Peter no era quien decía ser y desde luego no era el regalo de boda de su padrino.

A Susan le costó creerle. De hecho, prefirió pensar que su padre había guardado el informe en vez de destruirlo porque lo iba a difundir como propio, es decir, su padre no iba a ocultar tal descubrimiento al mundo, sólo iba a sacar partido. Seguro que había pagado una fortuna por él.

 

Cuando esa noche le vio quemar los documentos delante de ella, palideció. Se le acababa de caer un mito.

Eran más de las doce, quedaban horas para su boda, no podía dormir. Una sombra se coló en su habitación, era Peter, venía a decirle que habían encontrado el cadáver del autor del informe y que la noticia, junto a la foto del documento, aparecería al día siguiente en los periódicos. Aquello era una despedida, pero no podía irse sin confesar su amor por ella.

Lo sabía, sabía que sus sentimientos eran correspondidos pero lo que había descubierto aquella noche… no podía quedarse y mucho menos casarse. Abandonó la casa que hasta entonces había sido su hogar con la promesa de volver a reunirse con Peter cuando todo se hubiera calmado. Huir juntos habría sido demasiado peligroso para ambos.



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