La cueva


 

Marta confiaba ciegamente en las habilidades de Íñigo dentro de la cueva, pero estas no sirvieron para nada ante el escenario que contemplaban.

 

Habían llegado al final de la gruta, no se podía avanzar más, pero lo que encontraron no fue solamente agua y roca. En las entrañas de la caverna había dos cadáveres, una pareja de buzos. Sólo quedaban los esqueletos. Una estalactita les había atravesado a los dos, fijando un último abrazo y causándoles una muerte instantánea. Sorprendentemente sus equipos permanecían intactos, listos para ser utilizados de inmediato.

 

Tanto Íñigo como Marta desearon salir de allí inmediatamente, sentir el sol de nuevo en la piel y volver a respirar aire fresco. Comenzaron a deshacer sus pasos para alcanzar la salida con premura.

 

Ya divisaban el exterior. Se oía el canto de los pájaros, resplandecía el verdor de la vegetación y los cálidos rayos de sol acariciando la tarde. La luminosidad que se adentraba creaba un ambiente acogedor. El aire era más limpio y ligero. 

 

Escucharon un ruido terrorífico, un estremecedor crujido que provenía del núcleo de la tierra y les envolvía amenazadoramente, en ese momento todo a su alrededor empezó a temblar. El pulso de Marta se aceleró e instintivamente se estrechó contra Íñigo, lo que le recordó el macabro abrazo de los submarinistas.

 

Justo a tiempo, Íñigo la cogió en volandas y la retiró del lugar exacto dónde acababa de clavarse una afilada estalactita. Sus miradas se dirigieron al techo para descubrir un campo sembrado de amenazantes lanzas calcáreas cual siniestra cama de faquir. En ese panorama espeluznante, era evidente el destino de aquellas picas asesinas que en siniestra caída se clavaban con perversa y perfecta agudeza. Automáticamente buscaron la aparente seguridad de la deslizante pared. Sin embargo, entre la lluvia de estalactitas una clavó la ropa de Íñigo, haciéndoles caer, tironearon desesperadamente sin éxito. Otra de las lanzas amenazó a Marta, quien con un inverosímil giro acrobático evitó el aplastamiento y la proyectó hacia la de Íñigo liberándole. La pared, a escasos metros, se tornaba inalcanzable bajo aquel bombardeo.

 

Una vez que el ruido se silenció y la tierra dejó de agitarse, observaron que la salida de la cueva había quedado firmemente sellada por una gigantesca estalactita que había sucumbido a la fuerza de la gravedad.

 

La resuelta mente de Íñigo, junto con una buena dosis de adrenalina, se dio cuenta de que había otra salida, por donde habían entrado los malogrados buzos. Sin más dilación se volvieron a dirigir al corazón de la cueva. Permanecer allí dentro era un peligro mortal.

 

A mitad de camino, las linternas se quedaron sin pilas. De primeras intentaron avanzar a oscuras, para no desperdiciar recursos, pero las paredes de la gruta, repugnantemente escurridizas, semejaban una repelente mezcla entre baba y moco que resbalaba precipitando directamente al abismo. La viscosidad lamía el suelo provocando el riesgo de morir empalado. Avanzar con el miedo a los arpones les hacía percibir la pared engañosamente amable, pero esta les repudiaba al menor contacto. Marta resbaló una vez, otra perdió el equilibrio y en esa reciente oscuridad empezó a sentir un desasosiego infinito. Tenía que cortar aquella demente espiral si quería permanecer cuerda, encendió la luz de su móvil.

 

Por fin llegaron a la trágica escena. Cuando Íñigo fue a coger las bombonas, les atacaron unos enormes murciélagos hiriéndoles en la cara con garras y colmillos. En contra de todos sus instintos, y sintiendo los embistes como profundos cuchillos, Marta rebuscó entre las pertenencias de los desgraciados. Mientras, Íñigo la defendía ondeando su chaqueta y protegiéndose los ojos, objetivo inequívoco de aquellas bestias, Marta encontró una bengala. Íñigo la encendió espantando a los mamíferos.

 

Cogieron los equipos espoleados por el comienzo de otro gemido terrestre. Aquel sonido taladraba sus tímpanos, destrozándoles los nervios. Sus aterradas manos no atinaban con las correas y las gomas se les escurrían de los dedos. Con la muerte jugando a la ruleta rusa, a duras penas pudieron ceñirse los equipos y se adentraron en el agua que también recibía disparos. 

 

Consiguieron salir de la cueva esquivando los punzantes proyectiles que atravesaban el agua en su caída libre y alcanzaron la superficie fuera de la roca. El mar se mecía en un suave arrullo. El sol calentaba con la caricia delicada de una madre a su bebe, tierna, cálida. El murmullo de las olas y el sonido de los pájaros eran un canto a la vida.

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