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Amor idiota


 

No suelo frecuentar los mercados, no me gustan. Me parecen sitios inhóspitos donde

huele a pescado y hace frío. Tengo recuerdos vagos de distintos mercados y ninguno

agradable. Tampoco traumáticos. Ir a la compra, en general, no me gusta.


Esto era así hasta hace unos años cuando a alguna mente lúcida se le ocurrió convertir

ese espacio desangelado en un lugar acogedor y entrañable. En España si no estas

comiendo o bebiendo o ambas cosas no estás disfrutando, así que con poner unos

cuantos locales donde paladear delicatesen, una manita de decoración de interiores y

cuidar el tema olfativo, la cosa tenía muchas papeletas de éxito. Aunque para seguir

llamándolo mercado hay que vender viandas y tener horario de comercio de barrio,

esto dificulta la parte social que se practica a deshoras.


Imaginemos... Un mercado cochambroso, de los de antes, con olor a mar, un niño y un

papá joven. El pequeño, inexperto en esto de la compra y, por tanto, todavía

ilusionado con la idea, echa mano a una maravillosa manzana, brillante, roja, de las del

cuento de Blancanieves que le grita “¡Cógeme!”. El infante, ajeno a las consecuencias,

ejecuta la tracción. Como el resto del planeta anticipamos, las manzanas se

desparraman. Veo al tendero acordándose del papá, de la mamá y de todos los

muertos del infeliz crío.


Y esta historia no da para más. Me tendré que inventar algo más interesante. Pero es

que ni las manzanas, ni los sitios donde puede haber cinco manzanas con posibilidad

de caerse véase, mercados, mercadillos, cocinas, puestos callejeros, me llaman en

absoluto la atención.


A mí me interesan las historias sobre gente. Ella compra manzanas, las lleva en un

cesto, él tropieza con ella, las manzanas caen. ¿Puede haber en la vida algo más cliché?

A ver, otro intento. Él compra las manzanas, ella tropieza, aburridííísimo. Venga,

Merche, piensa… Manzanas, cinco, que ruedan. Veo un molino de agua ¿Por qué? Ni

idea. Un molino de agua, fresquita, de un arroyo ni demasiado grande ni esmirriado.

Cuidado, que te vas al estereotipo. Piensa un poco más ¿Quién hay junto al molino de

agua? ¿Para qué se utiliza un molino de agua? Para sacar agua para los campos, para

mover una rueda que muela... trigo. También puede haber un reparador de molinos o

un constructor. Sí, uno que está pendiente de que el molino funcione. Es joven, pero

no demasiado, y fuerte. Mover un molino no debe ser fácil ni ligero. Y guapo, porque

me apetece. Aunque eso también está visto, pasémoslo por alto a ver si sale algo

potable.


Todavía me faltan las manzanas y con quién se va a relacionar el guaperas. Una chica,

común, un niño, aburrido, un psicópata asesino, espeluznante, una psicópata asesina,

ya es mala suerte, una chica vestida de chico, trillado. Ya lo tengo, está visto, pero

menos, un anciano. Un anciano que no es lo que parece, o sí. Le va a decir “ve a

comprar pan al medio día”. Vale, tenemos al macizo medio inconsciente en la orilla del

arrollo y un viejo que le habla. El chico despierta con mucha gente a su alrededor

porque le ha dado un vahído, nadie tiene claro qué ha pasado. Suponen que uno de los

cubos le ha dado un trastazo, lo raro es que no se haya ahogado. Habrá sido el anciano

(que no está y nadie ha visto) quien le ha sacado del apuro. Raro, raro.

Nuestro amigo se queda desorientado, nunca le había pasado. Al día siguiente, de

vuelta al molino que se engancha y el bello no encuentra explicación. Otro trastazo y

de nuevo el anciano:

––Espabila, chaval. Compra pan. YA ––La segunda vez sienta peor. «¿Pero qué mierdas

está pasando?». Con un fuerte dolor de cabeza y un humor de perros pasa el día.

Tercera jornada, se calza un sombrero, coge sus herramientas y allí que se planta. El

arroyo, el molino y zas, el trastazo. Otra vez en la orilla. Pero para sorpresa del

anciano, el desmayado le agarra del pescuezo y no le suelta. Al vejete le da la tos y se

le cae la barba. Nuestro lindo protagonista oye risitas y a alguien huyendo, no importa,

se centra en su presa.

––Y ahora, enano, me vas a decir quién eres, a qué juegas y por qué conmigo ––. El

anciano imberbe, que ha resultado ser un crio de unos once años, canta hasta La

Traviata.

Resulta que la Julia, hermana del Paquito, el hijo del panadero, está loquita por

nuestro guaperas y a la vista de que este no sabe ni que existe, se pasa llorando por los

rincones el día y sollozando las noches. Este hecho no deja dormir, ni estudiar ni comer

tranquilo al Paquito que se ha hartado y se ha compinchado con sus colegas para ver si

el hermoso reaccionaba y se fijaba en su hermana que, según dice todo el mundo, está

de muy buen ver, es buena muchacha y muy limpia.

––Entonces ¿Qué? ¿Te gusta la Julia o no? ¿Pero sabes quién te digo? ––El arreglador

de molinos se quita el sombrero, que ocultaba el casquete metálico que hoy evitó el

desmayo de los días pretéritos, y se rasca la preciosa cabeza. «Julia…, Julia...». Pero si

él sólo tenía ojos para Bernarda, del pueblo de al lado que, por supuesto, no tenía ni

idea de que nuestro adonis existiera.

A Paquito y compañía les cayó una buena. Nuestro protagonista fue a comprar pan al

medio día. Julia, al verle entrar, tiró la carga del delantal y rodaron cinco manzanas, ni

cuatro ni seis, cinco y se puso colorada como las mismas. Departieron. A Julia dejó de

gustarle porque de cerca no era tan mono. Las calabazas también ayudaron.

El bonito habló con Julia, pero ni se acercó a parlar con Bernarda, al menos de

momento. Tal vez esperara a que sus hermanos le tiraran un par de piedras.

En fin, todo un despropósito del amor idiota, tú por él y el por otra.


Imagen: Ludovic Charlet "Mercado del sur" en Pixabay

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